«En la fe, don de Dios, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios» (Francisco, Lumen fidei 7).
Hace años que hablamos de «educar en valores», y es bueno. La reflexión filosófica sobre la ética ha situado los valores en el centro de su pensamiento, al menos desde la formulación del alemán Max Scheler (1874-1928), filósofo muy citado por el papa Juan Pablo II.
Los valores señalan cualidades o rasgos valiosos de por sí. Valiosos y también «impagables», porque, como ya dijera el poeta Antonio Machado, «todo necio confunde valor y precio». No es casual, por ejemplo, que la expresión «poner en valor» se haya puesto de moda cuando queremos subrayar la bondad de alguna acción, persona o institución. Estamos acostumbrados también a que las empresas e instituciones educativas declaren solemnemente su «Visión, Misión y Valores».
En el mundo de la teología moral, la «ética o moral de valores» ha sido expuesta y defendida en el posconcilio por famosos moralistas como Bernard Häring o Marciano Vidal (no sin serios disgustos). Quien más, quien menos, todos hemos aprendido o pedido hacer «escalas de valores» y compararlas, denominando “opción fundamental” al valor que situamos en la cúspide de dichas escalas.
Más recientemente, siguiendo el modelo de los profesores B. P. Hall, de la Universidad de Santa Clara (California), y B. Tonna, de la Universidad de La Valeta (Malta), se prefiere hablar de “constelaciones de valores” en vez de “escalas”. Del valor a la virtud «En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor.
«La más grande es el amor» (1Cor 13,13). «En la fe, don de Dios, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios» (Francisco, Lumen fidei 7).
El título de éste artículo sugiere un camino que es necesario recorrer como Agentes de Pastoral. ¿Por qué es muy bueno, pero insuficiente, «educar en valores» y no dar el paso hacia educar en y hacia la virtud? Se puede comprender fácilmente a partir de esta frase de José Miguel Núñez: «Los valores inspiran; las virtudes transforman». No basta señalar valores, que es muy importante, sino que también hay que proponer caminos y hábitos que faciliten su vivencia práctica.
Gracias a este camino que va del valor a la virtud, es posible no quedarse a medio camino y educar en la «vida buena» del Evangelio. Con todo, nunca hay que olvidar que las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), son gracia y regalo de Dios, y no fruto de nuestro esfuerzo.
Caeríamos, si no, en ese neopelagianismo que tanto critica el papa Francisco. Por cierto, la tradición cristiana ha de estar en movimiento, ha de ser viva, y los cambios epocales nos hacen caer en la cuenta de aspectos nuevos de las virtudes, pues cada época tiene un «tema de su tiempo» (Ortega y Gasset).
Para el papa Francisco, por ejemplo, la misericordia es el rostro para nuestro tiempo de la virtud de la caridad. Aunque la comparación no es ni mucho menos exacta, del valor a la virtud hay una diferencia parecida a la que existe entre la «ética de mínimos» (ese respeto mutuo básico exigible a todos en una sociedad civil para poder convivir) y la «ética de máximos» (una propuesta ética de búsqueda de felicidad mucho más exigente, y que por eso se ha de abrazar libremente, como pueden ser los preceptos del sermón de la montaña de Jesús). Entre nosotros esta diferencia la ha explicado con claridad y brillantez la gran filósofa valenciana Adela Cortina.
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