«La Caridad se practica como quien va a apagar un incendio…» Esta es una frase que aprendí de un amigo sacerdote cubano, frase presumiblemente de San Vicente de Paul, a quien le tocó enfrentar en su vida sacerdotal las epidemias y penurias que en su tiempo azotaron el reino de Francia.
Si bien en Cuba, mientras trabajé a tiempo completo en una de sus Arquidiócesis, esta frase fue casi para mí una consigna (pues el estado de necesidad y penuria en la isla siempre ha sido una constante para la gran mayoría de los cubanos) es en esta tierra ecuatoriana, y trabajando en la Pastoral Social de la Diócesis de San Jacinto, donde he podido contemplar la profundidad del pensamiento de San Vicente de Paúl.
Al grito de «¡Fuego!», de manera instintiva buscamos asegurar nuestra supervivencia, velando primero por nuestra integridad y por lo que consideramos que para nosotros es realmente importante. Si nos sentimos amenazados no dudamos en huir del peligro, y en el trayecto salvar todo lo que es posible, empezando por las personas queridas que se encuentren a nuestro alrededor. Si por el contrario, el fuego se encuentra lejos de nosotros, después de verificar que estamos a salvo hacemos lo posible por colaborar en apagarlo, o por lo menos, no interrumpir a aquellos que se enfrentan a las llamas.
El paso de la pandemia en el Ecuador, y concretamente en la tierra «guayaca», ha sido como un incendio devastador, aún más cuando el grito de peligro se escuchó demasiado tarde, y muchísimos hermanos se abrazaron en las llamas invisibles de un virus silencioso. En la actualidad asombrados y temerosos podemos contemplar, en dependencia del lente que usemos, las «llamas» que todavía persisten o las “brasas” que amenazan en avivarse ante un posible rebrote de la pandemia.
Igual que en un incendio, están en primer lugar las víctimas… personas con nombres y apellidos, con proyectos y aspiraciones, que han perdido la vida, dejando a sus familias deshechas, y otros que lo han perdido todo, pero que al menos teniendo a los suyos, miran con temor el futuro pues ahora llevar el pan a la mesa constituye un reto diario.
Están también los que con pena en el corazón, contemplan desde la seguridad de sus hogares las llamas, procurando no convertirse en pasto para este fuego invisible que a todos puede quemar, y por último están los que de alguna manera, son como bomberos que se enfrentan al peligro y procuran apagar el sufrimiento de tantos hermanos: desde los médicos hasta el último auxiliar de limpieza del mercado, que con su trabajo sostiene, de alguna manera, la seguridad y la vida de los que transitamos por esta experiencia.
En esta realidad, cabe preguntarnos: ¿En qué escenario me encuentro? ¿Qué estoy haciendo yo, para apagar el fuego? ¿Qué puedo hacer? Hemos aprendido que lo primero es procurar no convertirnos en combustible para la pandemia, y que el aislamiento es la primera medida eficaz que evita que el fuego de la enfermedad nos alcance. Sin embargo, tampoco podemos permanecer sordos ante los gritos de auxilio de aquellos que se están quemando.
No todos estamos capacitados para apagar un fuego, pero este es un incendio que se apaga con solidaridad. Desde el Evangelio podemos inferir que hay que tener mucho cuidado en que, en medio del aislamiento, nos encerremos en nuestro egoísmo y desatendamos las necesidades de nuestro prójimo, empezando en primer lugar por nuestras familias, nuestros hijos, hermanos, vecinos… Este es el momento de cuidarnos cuidando a los demás, y de ser conscientes que este «incendio» no es un problema solo de los «bomberos», pues si así pensamos y actuamos entonces estamos amenazados de morir calcinados.
Insisto: no podemos permanecer sordos al clamor de los que se queman… mucho menos si las víctimas son nuestros hijos o hermanos en la fe. Es necesario discernir, con paz pero con determinación, la manera de sofocar con amor y caridad las llamas de la pandemia.
Que el único fuego que nos abrace, sea el del Amor de Dios, así sea.
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