Iniciaré este recuento compartiendo con ustedes que no tenía idea de lo que significaba el verdadero amor, hasta escuchar la historia de Mons. Alejandro Labaka y la Hna. Inés Arango, dos misioneros que entregaron su vida para defender al pueblo Waorani, específicamente a las familias Tagaeri y Taromenane (pueblos en aislamiento voluntario en la selva ecuatoriana)
Por esta razón, permítanme compartirles a breves rasgos esta historia. Estos dos pueblos no tenían intensiones de mantener ningún acercamiento con la sociedad occidentalizada; ellos se escondían y buscaban situarse lo más alejado posible. La voracidad de la extracción petrolera (actividad novedosa para el Ecuador en aquella época 1970-1980) amenazaba con ingresar a la selva de manera violenta. Inclusive se encontraban dispuestos a llevar armas y usarlas si los pueblos indígenas oponían resistencia a su presencia.
Frente a este escenario, los misioneros Capuchinos que llevaban varios años acercándose al pueblo Waorani, tenían una mirada diferente sobre este territorio. Ellos descubrieron en los Waorani y en su cultura la encarnación del rostro de Cristo; por esta cercanía, por el deseo de ayudar a cuidar la vida de quienes se encontraban amenazados, Mons. Alejando y la Hna. Inés deciden ir en la búsqueda de aquellos que no querían contacto; la Hna. Inés y Mons. Alejandro fueron a informarles de la situación y advertirles de lo que se avecinaba.
Sin embargo, el asesinato de Taga, el líder de los Tagerei por mano de trabajadores de la empresa petrolera, enervan al pueblo Tagaeri, y cuando Mons. Labaka e Inés ingresaran para contactarlos, se vieron en un fatídico contexto de violencia, que desencadenaría en la muerte de los dos misioneros en manos de sus hermanos indígenas en aquel primer y único encuentro. Pese a la terrible e inesperada escena, existe una luz de la mano del Dios de la selva, porque su martirio evidenció que este pueblo no desea contacto alguno y que esa decisión debe ser respetada y garantizada por el Estado ecuatoriano.
Al escuchar con mucho detalle esta historia tenía a mi corazón y mi mente asombradas, pero hasta aquel momento yo no dimensionaba las implicaciones de su testimonio y la espiritualidad que contagia a la Red Amazónica de Ecuador; tampoco sabía cuánto influenciaría en el proyecto de mi vida, en mi profesión y mi sentido de servicio, cambiándome por completo e invitándome a marchar por un camino inesperado pero lleno de entrega y amor.
Mi memoria tiene muy presente el recorrido en el museo del Coca, aquel camino que muestra a través de fotografías y videos el inicio de la misión de Alejandro e Inés. En cada espacio se percibe la entrega y la pasión por servir al pueblo Waorani, algo que desborda a los ojos y cala muy profundo en el corazón. Cada paso que daba ahondaba esa sensación de asombro maravilloso, de quedarme perpleja al descubrir en el otro hermano el rostro de Dios, el rostro del amor verdadero y de la entrega verdadera –se me eriza la piel al recordarlo–.
En ese momento -no sabía- que algo se había alojado en mi corazón; no tenía idea que iba a enamorarme de la Amazonía, de sus pueblos, de la vida que en ella se esconde, peor aún que formaría parte de un esfuerzo sin precedentes; tampoco me imaginé ¡que formaría parte de un grupo de personas que luchan por construir un mundo más justo y solidario!
Y es ahí cuando descubrí que sí existía una posibilidad de contemplar el camino como lo hicieron Alejandro e Inés, que podría palpar la realidad de un territorio amenazado por grandes intereses económicos y políticos. No sabía que sí existía la posibilidad de colocar nuestros pies en marcha para asumir una camino como el emprendido por tantas/os misioneros/as, pero que cambiaría por completo tu cuerpo, corazón y alma. Este camino se traduce en la Caminata de la ciudad de Quito (capital nacional) a la ciudad del Coca (en donde se encuentra la Misión Capuchina, en la Amazonía del Ecuador) caminata de más de 371 kilómetros y que se la realiza en honor al martirio de Alejandro y de Inés desde el año 2006.
Realizar esta caminata implicó el conectarnos con un camino retador, pero imprescindible si queremos encontrarnos con el Dios de la Selva, el Dios del Amor y la Justicia. Al haberlo aplazado por dos ocasiones, este 2015 fui decidida a realizarlo, hasta donde mis fuerzas pudieran permitírmelo.
La ruta no es nada fácil, son doce días, donde se exige al cuerpo y el alma resistir un ritmo de caminata de 6 a 7 horas diarias, siendo el segundo y tercer día los que rompen los pies y el alma; porque se ponen al límite la capacidad física y la de nuestra fe para lograrlo.
El primer día es lleno de emociones; toda la energía está dispuesta a movernos sin importar el sol, el viento y el pavimento caliente y agotador, porque en el camino nos reconfortan las manos caritativas que nos ofrecen agua, sombra y aliento; el primer día se tiene la sensación que, sin importar los primeros dolores o ampollas, es posible llegar al final.
El segundo día ¡el más increíble! imagínenlo, caminar desde un valle de la ciudad de Quito hasta llegar al páramo a aproximadamente 4.200 msnm, donde podemos contemplar al Dios Padre y Madre en la naturaleza. Logramos logrando caminar con la hermana lluvia, el hermano sol, las piedras, los árboles, la neblina y sentir aquel frío que congela las manos, la nariz y las rodillas.
Este día sentimos que, pese a los deseos de culminar la meta, el cuerpo nos pide rendirnos y, pese a las condiciones extremas del clima, podemos contar con la calidez en las manos y los rostros amigos, que con su cariño y solidaridad podemos seguir adelante. Sin embargo, la fuerza de este Dios Amor, nos recuerda que aunque el camino es difícil, no debemos dudar que éste es el camino de quienes optan por el proyecto de Jesús, donde se nos invita a dejarnos llevar por Él, sin importar los contratiempos.
Y después de los doce apremiantes días de caminata, se llega hasta las tumbas donde descansan los restos de Mons. Alejandro y la Hna. Inés. Se ingresa a la ciudad donde se los vio consolidar su misión, en medio de los cánticos de júbilo y llenos de alegría. El alma parece desbordar el cuerpo, porque se respira en el aire el amor y la entrega. Porque después de sentir el fuego de aquellos pasos durante la caminata, el Dios de la selva se nos revela como un fuego que nos ilumina, que nos calienta y nos quema, un fuego que exige movernos para asumir con valentía esta dimensión tan radical del amor.
El contemplar el camino, desde una mirada que dimensione sus obstáculos y fortalezas nos permite apreciarnos como hijas e hijos que construyen justicia, cada uno desde las capacidades y dones que nos dio; pero confiados que caminando juntos sumando nuestras fuerzas podemos construir el reino y confirmamos el sentido de nuestra misión, de nuestra profesión y de nuestra vida.
Romina Gallegos, responsable de Pastoral Ecoteología de la Pastoral Social Cáritas Ecuador
Revisa la galería completa haciendo clic aquí.
Write a comment: